En otoño del 2008 el Museo Reina Sofía de Madrid exhibió la obra de Wolfgang Laib, en cuya exposición se mostraban entre zigurats de cera y cuencos de latón con arroz una obra que desde un principio capto mi atención. Sobre el suelo de la impoluta y lechosa galería, al final de la misma, ocupando por completo el suelo, una amplia mancha amarilla brillante. Tal mancha emanaba un olor familiar que no fui capaz de reconocer, seguramente porque tras años habitando un ambiente artificial y contaminado, Madrid, poco quedaba ya en mi memoria del agradable marea de polen entre la primavera y el verano. El fuerte olor del cerumen camuflaba el aroma campestre de esta sala del fondo para las narices no instruidas o ignorantes de estos placeres que no son producto de ninguna marca registrada.
A la citada sala no se podía acceder, sólo observarlas desde la puerta, donde una elegante cuerda negra impedía atravesar incluso al más osado turista. Era una mezcla de exhibición de los años sesenta de algún artista minimalista, y un altar budista en el que el color, a diferencia de la visión de lo sagrado en occidente, puede ser y es llamativo hasta la estridencia.
Es en ese momento de reflexión y de observación intelectiva cuando advierto perturbaciones e irregularidades diminutas sobre la superficie de la película de polen. Puntitos oscuros, ausencias de polen, que seguían un orden lineal gestáltico, una doble fila desde el exterior, desde las paredes, surcaba el desierto mostaza. Una visión aún más divina si cabe; yo, el espectador, ahora era un ser colosal que desde su posición de superioridad, desde su perspectiva extensa divisaba los estela de la circulación de unos seres liliputienses que vagaban por el espacio desmarcado e inabarcable ¿Podría pedirle algo más a esta obra? No.
Las pequeñas anomalías no eran algo buscado por el artista, ya que conozco bien su obra y para nada esto encaja en la concepción de las obras de Laib: detallista, meticuloso, cuidadoso, diligente y perfeccionista. Laib trabaja con elementos naturales, como ya he dicho polen, arroz, leche, cera, etc. y realiza composiciones sencillas, minimalistas, ordenadas que nos remite a un universo místico, con referencias primitivas, telúricas, que apela al contacto con lo infinito, con lo inmaterial, a través de las cosas más mundanas y sencillas. Muy propio teniendo en cuenta que fue educado dentro de la tradición calvinista, aunque actualmente se desenvuelva en círculos new age, místicos orientales o sincréticos.
Citando a Ockham, la solución más verdadera es la más sencilla. Y los causantes de esta violación de sagrado espacio del arte fueron unos pequeños bichos de menos de tres centímetros de largo que en un acto ingenuo, y sin duda instintivo, habían sido atraídos por este Edén dorado. La consecuencia es que los artrópodos habían intervenido la obra de Wolfgang con sus seis milimétricas patitas, dejando constancia, haciendo presente sus pasadas aventuras sobre la pieza contemporánea.
A partir de esta imagen tan agradable, o mejor dicho esta percepción (del todo sinestesia o al menos multisensorial) fue germinado poco a poco con ayuda de una serie de aportaciones conceptuales, desde la filosofía y la sociología, y estéticos que a más adelante mostraré.