Los rituales se perpetuan dentro de una comunidad porque restituyen un lazo roto entre sus individuos. El rito nocheviejuno es buen ejemplo de ello. El cambio de año no supone absolutamente ningún cambio real, si descartamos a relojes y calendarios, para el resto es una noche como cualquier otra. Es precisamente el rito lo que la hace especial.
El rito de las campanadas se basa en el acto de contricción, cuando hacemos balance de nuestros últimos 365 días; y en el acto esperanzado de propósitos para el nuevo año, cuando decidimos poner fin a nuestras debilidades. Es triste cuando no patético ver como todos intentamos en vano dar el giro definitivo a nuestras monotonas y digirigidas rutinas: comemos y fumamos demasiado, y en cambio nos falta gimnasio y escuela de idiomas. Lugares comunes, tan común como esta crítica mía a la nochevieja.
Ahora bien, si algo es efectivamente trágico es que sí que podemos cambiar nuestra existencia: somos capaces de enjuiciar nuestros vicios y virtudes e imaginar una nueva comunidad ¿Acaso eso no sería suficiente?
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